Se reedita “El mar” de Pablo Casacuberta, novela enigmática sobre la búsqueda del amor que desafía los límites de lo real. Se suele señalar a Felipe Polleri como el principal continuador de la obra de Mario Levrero, como su discípulo más capaz, como el escritor señalado para llenar el vacío enorme que quedó tras la desaparición del autor de La ciudad, Diario de un canalla o La novela luminosa. Seguramente sea así.
Pero leer El mar, de Pablo Casacuberta, es la experiencia más cercana a un revivir por invocación de Levrero, y también una confirmación de la huella indeleble que dejó en las nuevas generaciones de escritores nacionales. Se trata de una novela breve, escrita de forma exquisita, que se mueve con comodidad tanto en el plano real como en el fantástico. Esta última cualidad no es la única característica que vincula a la novela con la obra de Levrero.
Hay también una gran capacidad para la abstracción, tanto del pensamiento de los protagonistas como de los ambientes donde suceden los hechos. Y una fuerza arrolladora desde la primera línea. El comienzo no puede ser más levreriano. Los pasajeros de un tren, entre ellos el protagonista de la novela, ven consternados como la realidad se desvanece cuando el vehículo ingresa a un túnel aparentemente infinito. Forzados por la ausencia de un paisaje son obligados a interactuar, a mirarse por primera vez desde que comenzó el viaje.
Cuando el tren finalmente se detiene en medio de la oscuridad y los pasajeros de los vagones de primera clase son evacuados y los demás no, se tiene la certeza de que más que de un sueño se trata de una pesadilla. En medio de esa situación que va aumentando en intensidad y desesperación colectiva, nace el otro hilo argumental del libro, que Casacuberta plantea primero en forma de recuerdo, pero que luego comienza a transcribir hasta que lo transforma en presente y las dos historias paralelas conviven hasta el final.
Esta segunda trama no es menos angustiante que la primera, a pesar de que narra el encuentro del protagonista con una enigmática mujer de la que se enamora al instante. La búsqueda de ese amor resulta emocionante, pero sobresale por la sensibilidad del autor para describir con maestría la revolución hormonal y psicológica del personaje masculino. El hombre adora las venas etéreas de la mujer, su forma intrincada de hablar, el tacto de su cabello, su forma de mirar las cosas, el movimiento de sus dedos al tocar algún objeto. Amor puro, porque además se explicita que la mujer está lejos de ser hermosa.
A todo esto hay que sumar que el protagonista se dedica a fotografiar con esmero insectos muertos, buscando que parezcan vivos a los ojos de los visitantes del museo donde trabaja. Ese toque kafkiano no es menor, ya que la novela es en sí misma una gran metamorfosis, solo que más lenta y menos gráfica que la del checo. También resulta notable que entre los pasajeros del tren haya extranjeros y que una niña supuestamente turca entable amistad con el protagonista, a pesar de las circunstancias.
Los diálogos son magníficos porque Casacuberta hace que la niña balbucee algo de español y transcribe sus palabras con errores de sintaxis, lo que acentúa la sensación de irrealidad de todo el asunto, pero también lo hace plausible. Hay además momentos de gran simbolismo, como la escena del perro atado a una columna que el protagonista desata y que luego ve vagar desolado por el centro de la ciudad. O la hoguera hecha de pertenencias con que los pasajeros del tren logran iluminar un poco el túnel. Arrolladora de principio a fin, la novela no tiene huecos. Un verdadero canto a la literatura, a la imaginación.
(Nota publicada por Andrés Ricciardulli, en El Observador)
El libro ya está a la venta en todas las librerías de Uruguay a través de Estuario Editora.